DISCURSO VI.

LA AYUDA DEL ESPÍRITU SANTO EN LAS MISIONES

 

"Si es la mismo verdad de Dios que el Espíritu Santo mora, como mora el alma en el cuerpo, en la mística forma del cuerpo de Cristo, difundiendo por todas partes de ella poderes de vida, poderes de autoridad, poderes de sostenimiento fuerte y mutuo, poderes de santidad y perfección personales y sin límites, ¿no necesitamos cada uno y todos nosotros, alcanzar un sentido mucho más sublime, más alto, de modo que sojuzgue al alma de nuestra condición y de las grandes responsabilidades implicadas por aquella condición?"—Moberly, en "Administración del Espíritu."

 

VI.

LA AYUDA PRESENTE DEL ESPÍRITU SANTO EN LAS MISIONES

Estoy hablando en esta noche a estudiantes— a personas que no sólo tienen el propósito de entrar en el campo de misiones extranjeras, sino que se están preparando para esa vocación exaltada. Tan imperativamente como necesitan Uds. el Espíritu Santo en el trabajo, no menos imperativamente le necesitan para el trabajo. Lo que llamamos erudición sagrada, tiende de continuo a hacerse seglar, por la ausencia en toda ella de la dependencia diaria del Espíritu que ilumina y santifica. No opino que el estudio del hebreo o de la teología, sea mas útil en sí mismo, que el estudio de las matemáticas. Y aun más, afirmo, lo que está probando constantemente la historia de la Iglesia, que el dedicarse a estos estudios sin depender humilde y píamente de Dios, puede ser absolutamente perjudicial a la vida cristiana.

El Profesor Beck de Tubingen hizo una observación osada pero verdadera cuando dijo un día a su clase: "Señores, acuérdense de que sin la iluminación del Espíritu, la teología no sólo es una piedra fría, sino que es un veneno mor-

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tífero." Pueden Uds. verificar este dicho preguntando y respondiendo a la pregunta: "¿De dónde viene la forma de infidelidad más sutil y peligrosa que encontramos en el tiempo presente? ¿No viene de las cátedras teológicas de Alemania, de Holanda y de otras partes, que han sido instituidas para la instrucción de los jóvenes en los principios de nuestra religión divina? Digo "La forma más peligrosa de infidelidad." Recordad que el Salmista hace la pregunta: "Si fueren destruidos los fundamentos ¿qué ha de hacer el justo?" Las Sagradas Escrituras, literalmente inspiradas y doctrinalmente infalibles—éstos son los fundamentos sobre los que la Iglesia protestante ha sido enseñada a basar su fe, su vida y su esperanza. Y ¿quiénes son los que están haciendo más para sacudir esos fundamentos en la actualidad? No son los legos ignorantes de nuestras iglesias, cuya desgracia es que nunca han estudiado el hebreo ni aprendido la teología; no son los opositores brillantes y cultos del cristianismo—los escépticos, los agnósticos y los teístas; sino los hombres cuyo oficio es enseñar el hebreo y la teología, e instruir a nuestros jóvenes en las doctrinas y principios del evangelio de Cristo. Y éstos están desviando a otros, según creo yo, principalmente porque suponen que la Biblia puede entenderse por una exposición microscópica y un análisis filosófico, no obstante que el mismo Libro declara repetidamente lo contrario, "Porque ¿quién de los hombres sabe

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las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él?" pregunta el Apóstol; "así también nadie conoce las cosas de Dios sino el Espíritu de Dios." Hay un sentido más fino que el científico; hay un toque más delicado que el exegético. Está escrito, y no puede cambiarse:

"Mas el hombre animal no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque le son locura; y no las puede entender, porque se han de examinar espiritualmente". La Biblia está bien cerrada contra toda la erudición no santificada. Muchas veces la estrujan los eruditos y procuran arrebatarla. Pero sólo el Espíritu Santo tiene la clave. Sólo Él sabe la combinación de fe y estudio por la cual puede ser abierta para que puedan apropiarse todos sus tesoros escondidos de sabiduría y ciencia.

Fue una expresión muy notable la que pronunció el predicador francés cuando exclamó:

"Hermanos míos, hemos olvidado al Espíritu Santo." No saber es una cosa; desconocer lo que una vez hemos aprendido es otra muy distinta. Si por un orgullo creciente de la cultura, paulatinamente abandonamos la dirección e iluminación del Espíritu, que una vez gozábamos, ¿qué es nuestra erudición sino un olvido deplorable? No permita Dios que parezca menospreciar la más alta educación posible, en literatura y teología como una preparación para la vocación del misionero. Antes bien quisiera darle todo el énfasis posible. Pero, modificando una frase famosa de Agustín, afirmaría que

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"la suficiencia de nuestra erudición es descubrir que nuestra erudición es insuficiente." El gran maestro es ahora el Espíritu Santo. Así como durante el ministerio de Jesucristo sobre la tierra, el Padre nos encomendó directamente a su instrucción, diciendo: "Este es mi Hijo amado; a él oíd", así ya que ha venido el Espíritu Santo para tomar su lugar en la Iglesia, nuestro Señor glorificado nos encomendó a su enseñanza, diciendo, "El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias." Como estudiantes tenéis la obligación de tributar el más alto respeto a vuestros instructores; pero es también vuestro deber más solemne, tener al Espíritu Santo como vuestro Maestro particular—en la oración privada, en la clase y últimamente en vuestro ministerio, tenerle a él como vuestro instructor personal; porque El ofrece ser esto para con vosotros1.

Aquí me suplicaréis que sea más práctico y explícito, y que os diga lo que es tener al Espíritu Santo en este sentido. Procuraré hacerlo.

Hablamos del bautismo del Espíritu [en la época del autor no había la idea carismática del bautismo del Espíritu Santo, cuando él decía "bautismo" del Espíritu Santo, él quería decir "llenura" del Espíritu Santo; el término "bautismo" es aplicado en el Nuevo Testamento a la recepción única y definitiva del Espíritu Santo cuando alguien recibe el evangelio de su salvación y no es algo que se reitere, en cambio la llenura sí debe buscarse continuamente; la confusión pudo deberse al hecho de que en Pentecostés, el "bautismo" del Espíritu fue coincidente con la "llenura" del Espíritu], la unción del Espíritu, y la investidura del Espíritu, dando a entender con estas expresiones algo más alto que lo que recibimos en la conversión. La importancia de esta obra no puedo enfatizarla de-

1. Sed diligentes; pero recordad también el dicho de Lutero: "Orar es más que medio aprender." Por tanto, orad diligentemente. No quiero referirme sólo a vuestras oraciones ordinarias: pero orad diligentemente todos los días en vuestra cámara, por el Espíritu Santo.

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masiado. Sin embargo, quisiera evitar confundiros, haciéndoos buscar una experiencia estereotipada de la unción del Espíritu. Me acuerdo que era un gran descubrimiento en mi estudio de la redención, cuando aprendí que la justificación viene no tanto porque Cristo hace alguna cosa nueva para nosotros, como por nuestra realización y apropiación, por la fe, de lo que ya había hecho. Así es con respecto al Espíritu Santo. Se ha cumplido ya la promesa de su venida y habitación en la Iglesia: "Si yo fuere, os enviaré a otro Consolador", Abogado, Ayudador, Maestro. Si con fe, y por un acto consciente, nos rendimos al Espíritu Santo, y le aceptamos implícitamente en todos sus oficios, esto es la investidura de poder [y el Espíritu Santo trabaja en relación directa con la obra de Cristo en la cruz, recordándonos lo que Cristo ya es para los creyente "el todo, y en todos", por su obra justificadora e intercesora a la diestra del Padre recibimos "toda bendición espiritual" "gracia por gracia"; y nosotros debemos tener presente esto siempre, no dependiendo de nosotros mismos]. Juntad el tren a la locomotora, e inmediatamente todo el poder y rapidez que pertenecen a la máquina son comunicados a los carros; y así la energía del Espíritu Santo es la proporción en que nos rendimos a él y nos adherimos a él. Un maestro eminente de teología, el Profesor Moule de Cambridge, Inglaterra, en su obra admirable sobre el Espíritu Santo, describe así su propia experiencia: "Nunca olvidaré lo que gané en fe y paz conscientes, las que vinieron a mi propia alma, no mucho tiempo después de apropiarme decisivamente al Señor crucificado, como el sacrificio de paz del pecador, al aceptar de una manera más inteligente y consciente la personalidad viva y bondadosa de aquel Espíritu Santo, por cuya misericordia el alma había alcan-

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zado aquella bendita experiencia. Era un nuevo desarrollo de comprensión del amor de Dios. Era un nuevo contacto, por decirlo así, con los movimientos interiores y eternos de la bondad y poder redentores, un nuevo descubrimiento de los recursos divinos1."

Este "nuevo descubrimiento de recursos divinos" es lo que os exhorto a buscar. "La promesa del Padre" de la que habló Jesús, ha sido cumplida. El Espíritu Santo ha sido dado. Y ahora la cuestión que os animo a considerar, es la que Pablo presentó a ciertos cristianos de Efeso: "¿Habéis recibido el Espíritu Santo desde que creísteis?" ¿Os habéis solemne y definidamente rendido a su dirección? ¿Os lo habéis apropiado conscientemente como vuestra dependencia suprema para la fuerza y servicio? Si habéis hecho esto, habéis descubierto el secreto de poder, y ese poder os hará más real, cada día de vuestra vida. ¡Cuan imperativamente necesitáis esta investidura del Espíritu para haceros aptos para vuestra obra como ministros de la cruz!

Hace más de cien años que un joven misionero moría a los treinta y ocho años de edad. David Brainerd, que falleció en la casa de Jonatán Edwards en Northhampton el 9 de Octubre de 1747, fue uno de los hombres más santos y uno de los misioneros más notables que han aparecido en algún siglo de la Iglesia. En

1. "Veni Creator Spiritus" (página 13).

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una de las últimas oraciones de él, que se ha conservado, suplicaba que "las influencias del Espíritu divino descendieran a los ministros de una manera especial." Su último consejo a su hermano, el que deseaba que fuese su sucesor, fue que "procurara obtener mucho de la gracia del Espíritu de Dios en su corazón", agregando con énfasis: "Cuando los ministros sienten las influencias especiales del Espíritu Santo en sus corazones, les ayudan maravillosamente a tocar las conciencias de los hombres, y como si fuera a manejarlas; pero sin éstas, sean cuales fueren los argumentos o la elocuencia que empleemos, obramos como si fuéramos mancos."

En esto tenemos la clave del maravilloso éxito de Brainerd. No sé de nada que se parezca, más al Pentecostés, que las escenas que siguieron a su predicación en Crossweeksung, en Nueva Jersey. Hasta él mismo miró con asombro el poder del evangelio sobre los corazones de los salvajes1. Pero el secreto es manifiesto, cuando volvemos la vista del campo, a su lugar de oración privada, y le vemos orando días enteros para ser ungido con el Espíritu Santo — orando con tanta intensidad, que su ropa se

1. Hubo una asombrosa manifestación de poder entre ellos; parecía que Dios había vuelto los cielos y descendido. Tan estupendamente permanente fue el efecto sobre viejos y jóvenes, que parecía que nadie fuera a quedarse en un estado tranquilo y natural; sino que Dios estaba para convertir a todo el mundo (Memorias, página 209).

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mojaba con el sudor de su intercesión1. ¡Qué ejemplo para que lo tengamos de continuo delante! Y ya que había sido oído, pudo coger los corazones de aquellos indios estólidos, no como un manco que no sabe usar sino la razón y la lógica, sino con los dedos invisibles e irresistibles del Espíritu Santo. ¡Qué diferencia incalculable hay entre predicar el evangelio con la energía de la carne y el anunciarlo con el poder del Espíritu! Pedro, que había presenciado las maravillosas escenas del Pentecostés, no tuvo otra explicación de los resultados, cuando después hizo alusión a ellos sino ésta: Hemos "predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo." Cuesta mucho obtener el poder del Espíritu: cuesta la abnegación, la humillación y la entrega de nuestras cosas más preciosas a Dios; cuesta la perseverancia, la grande paciencia y la fe fuerte. Pero cuando realmente tenemos ese poder, hallamos esta diferencia: que aunque antes nos era difícil hacer las cosas más fáciles, ya nos es fácil hacer las cosas más difíciles. Santiago Hervey, el amigo de Wesley en Oxford, describe el cambio que se verificó en él por la unción del Espíritu así: que antes su predicación era semejante al disparo de una

1. Veamos con frecuencia a Brainerd en los bosques de América derramando su alma delante de Dios, por los paganos perdidos: sin cuya salvación nada podía hacerlo feliz (W. Carey).

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flecha donde toda la rapidez y fuerza dependían del poder de su brazo al doblar el arco;

pero después era semejante al disparo de una bala de rifle cuya fuerza toda, dependía de la pólvora, que no necesitaba sino el toque de un dedo para que se disparara. ¡Oh Santo Espíritu, ven sobre nosotros en tu plenitud, y enséñanos este secreto del poder irresistible de la debilidad—de hacer grandes cosas para Dios por la energía de aquel Espíritu por el cual Dios hace grandes cosas para nosotros!

Especialmente necesita el misionero la vida del Espíritu en su alma, para que pueda reproducir la vida de Cristo en medio de los paganos. "No os conforméis a este siglo; mas reformaos por la renovación de vuestro entendimiento", es la gran palabra del Apóstol. Y esto ha de efectuarse por una transfiguración interior, no por una imitación exterior. Solamente el Espíritu del Señor dentro de nosotros, puede reproducir la imagen de Dios que está delante de nosotros. Esta imagen literalmente manifestada, es el más poderoso de todos los sermones para impresionar a los paganos. Un indostano inteligente y respetado, hace poco dijo en un discurso a una compañía de estudiantes en Calcuta: "Lo que necesita el Indostán para su regeneración, no es sencillamente sermones, discursos y textos de la Biblia, sino la presentación de una vida verdaderamente cristiana; la mansedumbre y humildad, y el espíritu perdonador tal como el Cristo de Uds. lo exhibió en su vida y muerte."

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Sin duda esto es cierto1 y de las señales y maravillas y dones del Espíritu Santo que según la promesa de Dios han de acompañar a la predicación de su Palabra entre los paganos, ninguna es más grande que ésta. No me refiero sencillamente a una exhibición de las virtudes amables de Jesucristo, sino a una conformidad con su vida de pobreza, padecimiento y abnegación, a favor de otros.

La impresión hecha por Cristiano Federico Schwartz en el pueblo del Indostán, es mencionada hasta el día de hoy, por los historiadores, con una especie de admiración reprimida. Entre las clases bajas su influencia era apostólica; entre las clases altas era casi imperial. Sin embargo no dominaba a los hombres desde un palacio. Al contrario, vivió en un solo cuarto sólo de tamaño suficiente para caber con su cama, y se alimentaba con arroz y legumbres cocidos al modo nativo, costándole su completo mantenimiento, menos de doscientos cincuenta pesos al año. Por esta condescendencia con los hombres de estado humilde, ganó a hombres de todas las clases, como pocos hombres lo han hecho, en la historia de la Iglesia. Una vida singular que se ha verificado en nuestro tiempo—la de George Bowen de Bombay—

1. Un brahmán dijo a un misionero: "Estamos conociéndoos. No sois tan buenos como vuestro Libro. Si fuerais, podríais conquistar a la India para Cristo en cinco años."

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nos suministra tal vez el caso más semejante al de Schwartz. Imitó la abnegación del Salvador sin caer en el ascetismo del monje, de modo que Juan Guillermo Hanna de Escocia afirma que "exhibía un grado de abnegación y devoción que tal vez no tienen paralelo en todo el campo de trabajos misioneros." La influencia que ejerció y la reverencia que inspiró fueron iguales a su devoción. La memoria de estos dos hombres, no será borrada del Indostán por muchos años. Tal fue también Guillermo C. Burns de China. Andaba como su Maestro de ciudad en ciudad, aceptando la hospitalidad ofrecida por el pueblo, contento con la porción del peregrino, la ropa y la comida más sencillas, y padeciendo por amor de Cristo toda clase de indignidades, que se le ofrecían. No nos sorprende la declaración de su biógrafo, de que la impresión de sus palabras sobre el pueblo de China, era insignificante en comparación con la de su vida cristiana. Así sucede siempre. El hombre es más grande que su sermón. Siempre se necesitan traductores en los campos paganos; pero el más grande de ellos es aquel que puede traducir el ejemplo de Jesucristo en el dialecto de la vida diaria, en el lenguaje universal de pena, pobreza y padecimiento por amor a otros, Anskar, misionero a los escandinavos en el siglo nono, cuando le preguntaron sus oyentes paganos si podría hacer milagros, respondió con noble sabiduría: "Si Dios me concediera ese poder, sólo le supli-

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caria que pudiese exhibir el milagro de una vida santa." El carácter evidencial de semejante milagro, es tal vez aun más grande que los que se obran en la naturaleza externa; porque toca el corazón por su afecto fraternal, en lugar de abrumar la inteligencia por su misterio sobrenatural. Seguramente es una oración digna de ser ofrecida diariamente, que el Espíritu Santo obre en nosotros, exhibiendo por nosotros, el milagro de una vida semejante a la de Cristo.

Todo lo que estamos diciendo con respecto al poder y la bendición del Espíritu Santo, quisiéramos hacerlo muy práctico para la experiencia actual y diaria de la vida misionera. ¿Por qué no hemos de depender de este Ejecutor de las misiones con cien veces más confianza que la que sentimos para con ningún hombre o ningún cuerpo de hombres? Una vez al menos se nos exhorta en las Escrituras "por el amor del Espíritu." Es una expresión consoladora y animadora. Nuestro Ayudador Todopoderoso, tiene tanto afecto para con los que se esfuerzan por cumplir con la comisión de su Señor, que estará muy pronto para socorrerlos, cuando por su debilidad, tengan más necesidad de él.

La siguiente ojeada a la vida interior de una Iglesia misionera, es más instructiva y animadora que ningunas exhortaciones que podamos hacer sobre la importancia de buscar repetidas veces la investidura del Espíritu. Es de un informe dado por el Dr. Griffit John, de

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Hankow, China. Dice: "Reconociendo mi falta de poder espiritual, pasé todo el sábado en oración ferviente por un bautismo [llenura] del Espíritu Santo. La mañana siguiente prediqué sobre el asunto. Al fin del servicio propuse que nos reuniéramos para pasar una hora de cada día de la semana siguiente, para orar por el bautismo del Espíritu Santo. Los conversos en número de cincuenta hasta setenta se reunían día tras día, y confesando sus pecados, pedían con lágrimas, un derramamiento del Espíritu de Dios. La iglesia nativa en Hankow recibió un impulso cuya fuerza continúa hasta el día de hoy. El Espíritu Santo se hizo una realidad poderosa para muchos. Donde antes se predicaban otras cosas. Cristo y su poder llegaron a ser una realidad viva1."

La Iglesia no es solamente una asociación voluntaria de creyentes. Es el cuerpo del Espíritu Santo, la "morada de Dios en Espíritu." ¿Por qué, cuando está débil y languidece, no ha de ser nuestro impulso inmediato, procurar una renovación en ella, de la vida del Espíritu? Así como los misioneros en los trópicos, agotadas sus fuerzas por el calor, van a países mas altos sobre el nivel del mar, para gozar de su atmósfera vigorizante, así, y con mucho mas ahínco, deberían entrar en el aire más libre del Espíritu, cuando sus fuerzas espirituales han sido

1. Informe de la Conferencia de Shanghai, de 1877 (página 269).

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debilitadas. Y aun más; ¿por qué no hemos de procurar que el Espíritu sea tan habitual que nunca se agoten nuestras fuerzas? Esta es la misma exhortación en otra forma, que nos es presentada en la Escritura: "Si vivimos en el Espíritu, andemos también en el Espíritu." Es la provisión e intención divina, que mora perpetuamente en nosotros. "En la antigua economía, el Espíritu obraba sobre los creyentes, pero no moraba en persona en los creyentes. Siendo el prometido del alma, el Espíritu iba con frecuencia a ver a su prometida, pero todavía no era una cosa con ella; el matrimonio no fue consumado hasta el Pentecostés, después de la glorificación de Jesucristo. Entonces fue cumplida la palabra de Cristo: 'El estará en vosotros1.' "

Leyendo las palabras del Apóstol a los romanos: "Para que por la paciencia y por la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza", se me sugirió una idea dulcísima por la palabra "consolación" como está en el original. El Espíritu prometido es llamado el Paracleto;

y en este pasaje, su oficio de consolar y sostener es llamado el paraclesis. Es la inspiración, el auxilio del Espíritu Santo dado a los siervos de Cristo para sostenerlos en sus trabajos y desalientos. El Espíritu Santo es omnipresente en el gran cuerpo de Cristo; y omnisciente en su

1 "La Obra del Espíritu Santo en el hombre" (por el pastor G. F. Fuphel, página 39).

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superintendencia del vasto trabajo de aquel cuerpo, en la evangelización del mundo. Es porque no puede comprender sino muy poco, el individuo, el plan completo, por lo que está tan dispuesto a descorazonarse, al malograrse esfuerzos misioneros bien pensados; el tener que abandonar el campo obreros devotos, y la muerte de otros, antes de que su trabajo haya sido bien empezado,—estas son circunstancias que con frecuencia confunden al misionero serio, llenándole de perplejidad. El que manda a sus siervos a que vayan por todo el mundo para predicar el evangelio a toda criatura, ¿no cuida él de su trabajo? ¿no protege a sus obreros? Yendo estos en obediencia implícita a su palabra ¿no tendrán ninguna garantía de protección y socorro divinos? ¿Quién ha leído el libro invisible, nunca escrito, manchado de lágrimas, que se ha trazado sobre el corazón de muchos misioneros? Pero el gran Espíritu permanece en la Iglesia cuidando y dirigiendo todo, pronto para resolver todas las dificultades e imponer silencio a todas las dudas. Sólo El ve la relación entre la pérdida presente y la ganancia futura:

entre los padecimientos por Cristo en la actualidad y la gloria que ha de seguir, y la preponderancia final sobre las ligeras y momentáneas aflicciones del presente, que tendrá el "sobre manera alto y eterno peso de gloria." Y sabiéndolo todo, él sólo puede esforzarnos a trabajar "en el reino y paciencia de Jesucristo."

Acerca de muchos héroes modernos del evan-

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gelio puede decirse, así como de los antiguos: "Conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido las promesas, sino mirándolas de lejos, y creyéndolas, y saludándolas." Y ¡a cuántos de éstos, cortados prematuramente, les ha venido el dulce e invisible paraclesis que los ha hecho triunfar en la derrota presente! Allen Gardiner, después de su tercer esfuerzo heroico pero fútil, para introducir el evangelio en la Tierra del Fuego, muere de hambre lenta; sin embargo escribe como su último testimonio; "No padezco ni hambre ni sed, aunque hace cinco días que no tengo alimento. ¡Maravillosa misericordia, a mí pecador!" El joven y fino obispo Juan Coleridge Patterson, navegando entre las Nuevas Hébridas y relatando de isla en isla la historia de Jesús, viene al fin a Nukapu, donde narra a los naturales en la ribera, la historia del martirio de Esteban; de repente y sin ser amonestado del peligro, le matan y su cadáver es llevado al buque con cinco horribles heridas, como el de su Maestro, recibidas de manos de aquellos a quienes había ido predicando la paz. Sin embargo los que vieron su rostro muerto afirmaron que "vieron su rostro como el rostro de un ángel." Aquel joven e ingenioso misionero y mártir, el Obispo Santiago Hannington, muriendo en Uganda en medio de todas las degradaciones y crueldades que los salvajes africanos pudieron infligirle, está no obstante tan lleno de amor y fe por sus enemigos que dijo a sus verdugos: "Vayan a decir a Mwanga que

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muero por Baganda, y que he comprado el camino para Uganda, con mi vida." Tal fue su palabra a sus enemigos, y a sus amigos su último mensaje fue: "Si este es el último capítulo de mi historia terrenal, entonces el próximo, será la primera página de la celestial—ningunas manchas, ningunos defectos, ninguna incoherencia, nada sino dulce conversación en la presencia del Cordero."

¡Cuán larga es la lista de estas muertes prematuras en el campo misionero! Y ¡cuan ricas y patéticas son las confesiones recogidas en él! "Aunque caigan mil, que no se olviden del África", es la última súplica del joven y ardiente Melville Cox, que cayó en el campo del Continente Obscuro apenas puesta su mano al arado. Y el amable joven, de cara tan dulce -tan joven nos parece al mirar su retrato, este Adam McAll—herido de una enfermedad fatal antes de empezar bien su trabajo en el Congo, murmuró con labios moribundos: "Señor, tú sabes que consagré mi vida a la predicación del evangelio en África. Si ahora me tomas en lugar del trabajo que tenía el propósito de darte, ¿que me importa? Sea hecha tu voluntad."

Y ¿qué diremos cuando son quitados así prematuramente de su trabajo, los más devotos y útiles siervos? No podemos decir nada; pero el Espíritu Santo da testimonio: "Sí, que descansarán de sus trabajos; porque sus obras con ellos siguen." Tan seguros como lo son las ordenanzas del cielo, esto es cierto. Adalbert, mi-

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sionero a los wends de Prusia en el siglo décimo, salió cantando a encontrar a los salvajes furiosos, y clamando en tono suplicante: "Vengo por vuestra salvación, para que, dejando vuestros ídolos mudos, creáis en el único y verdadero Dios. y creyendo en su nombre, tengáis vida eterna." Pero como estos nobles obispos a quienes acabamos de mentar, su mensaje de amor fue correspondido sólo con armas de muerte. Herido con las lanzas de los paganos, extendió las dos manos, y clamando: "Jesús, recíbeme tú." cayó con su rostro al suelo, en forma de crucifijo, así, como dice Carlyle "señalando aquel país pagano con la señal de la cruz." La hipoteca del martirio colocada así sobre el país, ha sido redimida ya hace mucho, y la nación ha llegado a ser cristiana. Así ha sucedido siempre: así sucederá siempre, cuando haya pasado tiempo suficiente para que Dios cumpla sus propósitos eternos. Y es el oficio del Espíritu Santo, inspirar la larga paciencia y la esperanza segura que se alcanza y se goza en esta consumación.

Todo lo que hemos dicho del ministerio del Espíritu Santo en la vida del misionero, lo concluiremos con una apelación directa a las Escrituras. Que tome el misionero como su manual de consuelo aquel sumario rico, de los oficios del Espíritu, contenido en el capítulo octavo de los Romanos. Aquí encontramos siete ayudas bondadosas del Espíritu, ofrecidas al siervo de Cristo.

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1. Libertad de servicio. "Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús, me ha librado de la ley del pecado y de la muerte" (ver. 2).

La perfecta ley de libertad que reemplaza las obligaciones legales del deber y "las faenas divinas"—¿no es ésta la bendición más grande que podríamos desear? El sentido del deber es frecuentemente lo que es la fricción a la rueda: agobia con otra carga en vez de ayudar a uno para llevar el peso. Al contrario, ¡qué facilidad y ligereza de moción da el Espíritu, en las ruedas, cuando está! No sé cómo describir lo que me parece envuelto en la frase "la ley del espíritu de vida." Significa que la naturaleza divina impartida a nosotros por el Espíritu Santo, domina sin reserva en nosotros y determina nuestra acción, como el corazón determina los latidos del pulso; que la vida misma es una ley, en vez de obedecer sencillamente una ley: ¡que la conducta sigue un decálogo interior en vez de aquel exterior en las tablas de piedra! "Donde hay Espíritu del Señor, allí hay libertad." dice el Apóstol: no la libertad para hacer lo que se nos antoje; sino libertad para que Dios haga en nosotros lo que quiera. Semejante espontaneidad en servicio, resultante de la soberanía de la vida divina en nosotros, es una adquisición indecible para el siervo de Cristo. No es cosa que hemos de buscar: ¿no? vendrá con seguridad si vivimos en el Espíritu.

2. Fuerzas para el servicio. "El que levantó a Cristo de los muertos, vivificará también vues-

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tros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros" (ver. 11).

No nos parece que esta promesa se refiera en primer lugar a nuestra resurrección en la venida de Cristo, sino a una vivificación presente e interior del cuerpo1. Porque las palabras muy definidas "vuestros cuerpos mortales" se usan, y no "vuestros cuerpos muertos." El Espíritu no mora en nuestros cuerpos muertos, aunque— ¡maravilloso misterio!—mora sí en nuestros cuerpos vivos, los cuales están sujetos a la muerte, y son, por esto, llamados "mortales." En esto, no puedo dudarlo, hay una insinuación de la vigorización comunicada a los fieles siervos de Cristo, en respuesta a la oración del Espíritu mismo: "Que tú seas prosperado en todas las cosas, y que tengas salud, así como tu alma está en prosperidad" (3 Juan 2). No quisiera demandar demasiado de la fe, ofreciendo lo que puede ahora creerse y esperarse en cuanto a las curaciones divinas. Sin embargo, una maravilla grande sirve de argumento para una menor. ¿Será cierto que nuestros cuerpos son "templos del Espíritu Santo?" ¿No se tomará el Espíritu ninguna responsabilidad con respecto a las reparaciones de la casa donde mora? Si sus ventanas están oscuras por la enfermedad, o sus cimientes sueltos por los males físicos ¿o tiene

1. Se habla aquí de un proceso espiritual interno; mas no de un evento que ocurre allá afuera, como usualmente se entiende la resurrección" (De Wette), Así también creen Calvino, Stuart, Philipi, y otros.

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este morador divino que quedarse allí impotente en su hogar hasta que venga algún doctor humano para rectificar el mal? No podemos considerar ahora esta cuestión. Hay muchos que pueden testificar de experiencias de gracia, habiendo sentido su cuerpo esforzado, edificado y ayudado por el Espíritu que moraba en ellos; y hay al menos unos pocos que pueden afirmar como lo hizo un pastor devoto: "No puedo menos que estar seguro que los ministros de Cristo y los trabajadores cristianos cuya vida diaria es una actividad constante de mente y cuerpo en numerosos compromisos- del desempeño de los cuales dependen de continuo y en tan alto grado muchas de las necesidades más apremiantes de otros—rara vez encontrará necesario permitir que aún grandes padecimientos o el peligro natural de sus circunstancias, estorben su trabajo ordinario, con tal que sencillamente obren con fe en nuestro Señor1."

Si hay quienes no pueden aceptar esto, que no nieguen que hay otros que pueden hacerlo.

3. La victoria sobre el pecado. "Si por el Espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis" (ver. 13).

Aquí tenemos el reverso de la misma promesa que acabamos de considerar. Por una parte tenemos la promesa de que el Espíritu vivificará el cuerpo, por la otra, la de que mortifi-

1. Rev. George Morris. "El oficio presente de Nuestro Señor, respecto a las Sanidades en su Iglesia."

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cará el cuerpo. La vivificación y la mortificación es el procedimiento doble de nuestra santificación. Así como en el sistema físico se forman constantemente nuevas fibras de lo que suministra el alimento, y las fibras viejas mueren diariamente y son echadas fuera, así es con el alma: ha de revestirse perpetuamente del "nuevo hombre el cual por el conocimiento es renovado conforme a la imagen del que lo crió", y despojarse de continuo del viejo hombre con sus hechos. Pero el método no es la muerte a fin de que tengan vida, sino la vida a fin de que mueran; en otras palabras, no hemos de mortificar los hechos de la carne a fin de hacernos más espirituales, sino que hemos de hacernos más espirituales a fin de mortificar los hechos de la carne. El afecto a Cristo es el verdadero secreto del desafecto al pecado; la muerte no puede estar en la presencia de la vida; por lo tanto vivamos en el Espíritu, aspirando su vida divina como respiramos la atmósfera por la cual somos nutridos, y las faltas, debilidades y pecados de nuestra naturaleza carnal, serán inevitablemente sojuzgadas y expulsadas. El error del ascetismo es que busca la santificación por medio de la mortificación, procurando llegar al espíritu por medio del cuerpo. La manera de obrar de Dios, es justamente contraria. "Si por el Espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis."

La muerte de la carne viene por la vida del Espíritu; la santidad por la santidad. Si pro-

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curamos de continuo andar en el paraclesis del Espíritu Santo (Hech. 9:31), seremos librados cada día más del dominio del pecado.

4. La dirección en el servicio. "Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos de Dios" (ver. 14).

Este dicho, puesto al contrario, es igualmente cierto. Es el alto privilegio y distinción bendita de los hijos de Dios que son guiados por el Espíritu; no en verdad por una compulsión exterior, sino por un impulso interior. Se da un ejemplo de esto cuando el Espíritu dijo a Felipe:

"Llégate y júntate a este carro." En el ministerio del evangelista, es el oficio del Paracleto presentar al que tiene la luz a aquel que está en tinieblas y clamando por la luz. En vez de ceñirnos nosotros mismos, pues, extendamos las manos y permitamos que el bendito Espíritu nos ciña y nos lleve aun a donde no queramos, con tal que así vayamos a los que nos necesitan más.

5. Testimonio de que somos hijos, "Porque el mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu que somos hijos de Dios" (ver. 16).

Si sabemos que somos hijos, sabremos también que somos herederos: "Y si hijos, también herederos, y coherederos de Cristo." De todas las personas en el mundo, el verdadero misionero tiene menos ocasión de pedir a los hombres, a menos que quiera hacer que Jesucristo sea un limosnero—enviándole de puerta en puerta de los hijos de este mundo para que

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solicite fondos para llevar a cabo la Gran Comisión -no ha menesteres él mismo de tal cosa; porque es coheredero de Cristo. Anhelamos ver a los misioneros, así como a todos los demás cristianos, obrando de una manera más digna sobre este punto, apelando a los derechos de la corona de Emanuel, en lugar de reducir el evangelio al pauperismo, por la mendicidad humillante. La Gran Comisión es un cheque sobre el banco del cielo, tan verdaderamente como lo es un mandato para la Iglesia sobre la tierra. Y en la proporción en que estamos iluminados por el Espíritu con respecto a ser hijos, cobraremos fuerzas para demandar los derechos de herederos.

6. Ayuda en el servicio. "Asimismo también el Espíritu ayuda nuestra flaqueza" (ver. 26). La palabra traducida aquí "ayuda" tiene una historia dulce y sugestiva en el Nuevo Testamento. Martha cansada y distraída en muchos servicios, quería llamar a María para que la ayudara, estando ésta sentada a los pies de Jesús, oyendo su palabra. "¿No tienes cuidado que mi hermana me deja servir sola? Dile pues, que me ayude." Esta es la palabra de la promesa que estamos ahora considerando. No sabemos si el Salvador mandó a María que fuese a ayudar a su hermana; pero sí sabemos que, apartándole de la adoración a sus pies glorificados, en el cielo, Jesús envió en nuestra ayuda, no un hermano o una hermana, sino al bendito Paracleto, para que se quedara con nosotros pa-

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ra siempre. Aquí tienen recurso los obreros cansados; aquí tienen socorro los que desmayan en el campo. "Señor, ¿no tienes cuidado que yo sirvo sólo?" ¿No lo ha dicho con frecuencia el cansado trabajador? Ni por un momento somos dejados solos. "No os dejaré huérfanos:

vendré a vosotros." Y habiendo venido, ayuda nuestras debilidades—el corazón desmayado, la lengua tartamuda, las manos caídas y las rodillas paralizadas.

7. Es prometida la ayuda en oración, juntamente como la ayuda en el servicio, "El mismo Espíritu pide por nosotros con gemidos indecibles" (ver. 26).

Se nos muestran en este capítulo dos Intercesores—uno sobre el trono, y otro en el corazón; uno que ora por nosotros y uno que ora en nosotros. Del Salvador resucitado se dice:

"Quien además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros" (ver. 34). Lo que Cristo pide por nosotros en el cielo, el Espíritu pide para nosotros en nuestros corazones. El Señor glorificado sabe perfectamente lo que necesitamos, y lo que es conforme a la voluntad de Dios; y el Espíritu que mora en nosotros pide lo mismo. Es un Intercesor más fuerte que nosotros: ora por nosotros cuando estamos demasiado cansados para orar. Es un Intercesor más profundo que nosotros: presenta con gemidos indecibles los deseos que nosotros no podemos concebir en el pensamiento ni mucho menos expresar con palabras. Divino Abogado

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nuestro, ayúdanos a reconocer el valor indecible de tus intercesiones!

¿No está el misionero muy expuesto al peligro de descuidar la oración, por la misma urgencia y severidad de su trabajo? El buen Enrique Martyn lamenta que "ha dedicado demasiado tiempo al trabajo público y demasiado poco a la comunión privada con Dios." Pero en otra página de su diario, nos da el secreto de su libramiento: "La resolución que hice al acostarme anoche, de dedicar este día a la oración y al ayuno, pude ponerla por obra. Después de las palabras en oración por mi propia santificación, mi alma aspiró libre y ardientemente la santidad de Dios, y ésta era la parte mejor del día." Que sean multiplicadas ocasiones como ésta, en la vida de todos nosotros. Y para que sea así, andemos constantemente en la compañía del Cristo presente. Si hemos lamentado la frialdad y dureza de corazón, quitemos los pensamientos de nuestras propias intercesiones y fijémoslos en el Intercesor. Si él mora en nosotros ricamente, no podemos menos que orar como debíamos; si no mora en nosotros, ni siquiera podemos pedir ayuda como deberíamos.

La última palabra del Espíritu en la última página de la Escritura es una con que bien podemos acabar estos discursos: "Y el Espíritu y la Esposa dicen. Ven." Unos comentadores exponen estas palabras como una invitación del advenimiento más bien que una invitación evangélica: como una respuesta a la declaración del

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Señor: "Ciertamente vengo en breve", más bien que una parte de la invitación evangélica, "el que quiera tome." Si esto es así, qué ideal tan amable se presenta aquí de la Iglesia misionera, vigilante y fiel. Con ojos vueltos hacia el cielo la Esposa llama siempre al Esposo, "Sea así. Ven, Señor Jesús", inspirando y animando por los siglos este llamamiento el Espíritu Santo, el Amigo del Esposo. Al mismo tiempo, con las manos extendidas hacia el mundo hambriento, los dos están clamando: "Y el que oye diga, Ven. Y el que tiene sed venga; y el que quiera, tome del agua de la vida de balde." El corazón del misionero tiene que mirar en estas dos direcciones si ha de ser guardado del desaliento por la una mano y de los sueños por la otra. El mirar hacia arriba sin extender al mismo tiempo las manos, tiende a hacer a uno visionario; las manos extendidas sin la mirada para arriba tiende a cansarle. Siempre debiera "la paciencia de la esperanza" andar lado a lado con "el trabajo de amor" hasta que venga el Señor.

¡Cuántos de los misioneros más apostólicos, han mantenido esta actitud doble! De todo el noble ejército de los tales, no hay figura más amable que se nos presente a la memoria, que la del venerable Juan Elliot entre sus "indios que oraban" en la Nueva Inglaterra. Han pasado sobre su cabeza ochenta y cinco años y sus amigos prudentes le suplican con instancia que ya es tiempo para que deje sus trabajos misioneros, Su respuesta es: "Mi entendimiento me

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deja, mis fuerzas se me debilitan, pero, gracias a Dios, mi caridad dura." Y así mantiene la mano sobre el arado teniendo al mismo tiempo los ojos levantados al cielo. "Mientras se alejaba así del mundo", escribió Cotton Mather, "sus discursos trataban de vez en cuando de la venida del Señor Jesucristo. Era el tema a que se refería de continuo, y fuera cual fuera el asunto de que hablaba estábamos seguros de oír algo de esto. De esto platicaba, por esto oraba, y por esto anhelaba." Johann Ludwig Kraph, uno de los primeros nobles misioneros de África, que murió de rodillas como lo habían hecho antes de él Georje Schmidt y David Livingstone, con la carga del Continente Obscuro sobre el corazón partió en la misma actitud apostólica. "Estoy tan penetrado con el sentimiento de la proximidad de la venida del Señor, que no puedo describirlo", dijo una noche de Noviembre de 1881. "Esta en verdad cerca. ¡Oh! debemos redimir el tiempo, y guardarnos listos para que podamos decir con una buena conciencia: 'Sea así. Ven, Señor Jesús.' " Así habló, y se recogió para descansar. La mañana siguiente, le hallaron arrodillado al lado de su cama, ya muerto. "Bienaventurados los muertos que de aquí adelante mueren en el Señor." Así dice el Espíritu. Y también dice: "Bienaventurados aquellos siervos, a los cuales, cuando el Señor viniere, hallare velando."

 

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